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Descripción
Ni yo ni usted estamos obligados a seguir el progreso, y mucho menos a ponerle una vela por miedo a oír: “¡te has hecho mayor!”. El progreso no es la modernidad. La modernidad es pasajera, un fogonazo por aquí, otro por allá, hasta que llega el día -porque siempre llega- en que te pasa como a Denis Diderot, que tenía una bata, un pisito oscuro en París y cuatro muebles viejos donde el hombre vivía tranquilamente. Y, de repente, aceptó que alguien -madame Geoffrin- le mejorara la vida.
A Diderot le metieron en casa muebles nuevos y una bata espléndida que lo hacía parecer más señor, quizá incluso más joven. El caso es que el filósofo se encontró viviendo en un piso que ya no era suyo, porque él había pasado a ser propiedad del piso: esclavo de los cambios, nostálgico de su vieja bata. Un regalo, una bata nueva, que transformó la vida del filósofo ilustrado hasta el punto de escribir un pequeño y sentido alegato titulado “Lamento por mi vieja bata”.
¿Con esto, qué quiero decir? Que reinventarse es una tomadura de pelo, cada vez más practicada por la sociedad. La modernidad consiste exactamente en eso: en mejorarte la vida sin que nadie sepa muy bien qué le espera con esa nueva vida.
La trascendencia, admirado Diderot, es la maldita trascendencia que le damos a cualquier tontería, cuando la única verdad pedagógica que hay que saber es que “quien calcula, compra en el Sepu”.
Si vols una versió més formal, o adaptada a un altre registre, t’ho puc ajustar.